Opinion: Entre la teletón y la navidad ¿cúal es la diferencia?
lunes, 24 de diciembre de 2007
Por: Hernán Montecinos
El mercado y el consumismo no dan tregua ni descanso; dondequiera que estemos nos persiguen hasta el cansancio. Al llegar a nuestros hogares y prender la tele, la publicidad nos atiborra con imágenes para incitarnos a comprar tal o cual producto. Cuando salimos a la calle una diversidad de ofertones están al alcance de nuestras manos, haciéndonos guiños desde las iluminadas vitrinas de las casas comerciales. Entrar y comprar es la consigna que se encuentra muy pegada a nuestra piel, para eso están las tarjetas de crédito que todo lo aguantan. Para saciar nuestras necesidades de consumismo al comercio los motivos no les faltan, y si no los hubiera, los inventan. Ahí están como ejemplos, los días de la madre, el de los enamorados, el del niño, el de la secretaria, y todos aquellos días que hagan falta. Consumir y comprar parece ser el infierno-purgatorio a que estamos condenados a vivir aquí en la tierra. No hay por donde escabullirse, no hay modo de escaparse de ello, aún pese, a los esfuerzos que desde diversos frentes y muy pequeños espacios mostramos lo que somos resistentes y estoicos a toda la parafernalia consumista sumamente globalizada.
Ahora bien, en este contexto quiero hacer presente, que apenas finalizada la parafernalia publicitaria -que acabamos de vivir en Chile-, del mega evento llamado Teletón, (incitándonos, en nombre de la solidaridad, a comprar determinada marca de yogurt o determinado desodorante tal o cual), detracito, como pisándole los talones, inmediatamente ha empezado a aparecer la otra publicidad, aquella que nos incita a comprar en estos días un cuanto hay de regalos, ahora bajo el expediente de las festividades navideñas.
A estas alturas, debo confesar que, al igual que la Teletón, las festividades navideñas también me están empezando a fastidiar, por el entorno falso que se ha creado en torno a ella. Ya no sólo por el aprovechamiento que hacen de estos fastos los mercachifles de siempre, sino y sobretodo, porque es la propia historia cristiana y de Jesucristo lo que ha resultado ser una retahíla de invenciones, y lo poco o nada que hay de cierto en su historia, eso también se ha falseado por la mismísima Iglesia Católica, a través de su jerarquía retrógrada, conservadora y antidemocrática, atrincherada tras las gruesas paredes del edificio Vaticano.
A este propósito, en un reciente artículo, Marcelo Colussi muy bien señala que después de transcurridos dos milenios, la figura de aquel bárbaro predicador que, según se nos cuenta, osaba enfrentarse a los ricos de su momento –independientemente que haya existido o no–, su figura y mensaje son del todo discutibles o, a lo menos, despiertan dudas y suspicacias a aquellos que no nos tragamos todos los cuentos que los poderes nos quieren hacer pasar colados. Y no podía ser de otro modo, porque resulta poco terrenal y poco inteligente que a estas alturas todavía se nos intente hacer creer en la infabilidad de los Papas a través de lo que nos dictaminan sus soporíferas encíclicas. Es así como la Santa Iglesia Católica, ese poder enorme que es institución base del mundo Occidental, con sede en Roma, ha logrado hacernos tragar una historia de un Cristo Rey –bendiciendo ejércitos y empresas privadas, avalando invasiones, matanzas e injusticias–. Otras posiciones, que por cierto también se dicen cristianas, y que mantienen una relación de tirantez con el Vaticano, proponen otra lectura de los hechos. Estas posiciones hablan de un Jesús de los pobres. Al lado de la pompa y la fastuosidad monumental de la jerarquía, de un Papa que viste ropas de oro y piedras preciosas, al lado de la Iglesia que ayudó a masacrar a la población amerindia, hay también una Teología de la Liberación que habla de revolución socialista. Lo curioso es que ambos se dicen cristianos. ¿Cristo Rey o Jesús de los pobres?
¿Qué habrá dicho o pensado de verdad Jesús de Nazareth en su momento? Esta pregunta es del todo pertinente si consideramos que Jesús no dejó nada de sus supuestas enseñanzas por escrito. Sabemos que cuando se le endiosó, en aquel lejano Concilio de Nicea hace 1.700 años, toda su supuesta enseñanza quedó sumida en una gran nebulosa y en el más profundo de los misterios. No sin dejo de razón, para los que somos más incrédulos, la misma figura de Cristo nos resulta una pura invención (su figura e imagen, no el hombre Jesús, el de carne y hueso). Por supuesto, que dejando todas estas cosas en la nebulosa, ha resultado muy fácil, para el inmenso poder que tiene la iglesia católica en el mundo, hacernos creer y tragarnos a pie juntillas sus fabulosas mentiras y sus no menores fantasiosos cuentos. Es por eso que aún, en nuestros posmodernos días, existe el infundado temor en los creyentes, que nadie puede meterse en las intrincadas y complejas hermenéuticas teológicas, so pena de incurrir en un desacato a la infabilidad de los Papas como de la misma Iglesia Católica. Es en este contexto que, por siglos, nadie se ha atrevido a discutir la endiosada infabilidad papal, salvo honrosas excepciones (Nietzsche, Marx, Bauer, etc.), no porque las razones falten, sino más bien porque resulta más cómodo callarse, no haciéndolo.
Lo cierto -prosigue el mismo Marcelo Colussi-, es que hoy por hoy, a más de dos milenios de la celebración del nacimiento de Jesús, en un humilde establo de la aldea de Nazareth, surgen preguntas desconcertantes. Si es cierto que ese hombre de carne y hueso, enfrentándose a la monstruosa maquinaria político-militar del gran imperio romano, predicó el amor incondicional al prójimo, la solidaridad y el rechazo a la ostentación, ¿cómo es posible que en su nombre se siga manteniendo una institución que sistemáticamente se alineó al lado de los grandes poderes económicos? Y más desconcertante aún, si el 24 de diciembre se evoca su nacimiento: ¿por qué esa fecha pasó a estar cada vez más representada por ese mefistofélico personaje europeo, viejo ridículo, blanco y varonil, de lengua barba, en cuyo nombre hay que hacer regalos y consumir? (Santa Klaus, Papá Noel, Viejito pascuero, o como quiera llamársele). ¿Cómo es que, evocando el nacimiento de quien predicó la humildad, su cumpleaños lo festejamos con unas bacanales donde se gasta buena parte del dinero que se acumuló durante todo el año? ¿Por qué este personaje de raigambre nórdica llevado al paroxismo por la cultura consumista que nos fue imponiendo el capitalismo depredador de estos dos últimos siglos, reemplazó al predicador de Galilea? Resulta muy fácil responderse a estos cuestionamientos, para ello basta hacer una encuesta entre los creyentes preguntándoles cual es la verdadera imagen que se nos queda de las festividades navideñas, (sobre todo, a los niños), Jesús de Nazareth o e aquel ridículo viejo nórdico europeo que llamamos viejito pascuero o Papá Noel. Sin duda, si hacemos la investigación, el viejito pascuero le gana por paliza a Jesús de Nazareh, supuestamente cuyo nuevo cumpleaños estamos conmemorando. ¿Quién y cuando introdujo a este ridículo viejo mefistofélico de Papá Noel, un verdadero intruso en la conmemoración de un natalicio cuyos matrices espirituales se han desvirtuado en extremo?. Responder a esto necesitaría demasiadas páginas por lo que tocante a este punto hasta aquí no más llegaré, lo que no quiere decir que el debate se encuentre cerrado.
Hechas estas digresiones, retomo el hilo central de mi nota. Afortunadamente, de la Teletón he podido escaparme, pues en los últimos años, en la hora exacta cuando empiezan las “27 horas de amor”, apago el televisor y punto. De la Navidad no puedo decir lo mismo. Ni apagando el televisor he podido escaparme de su impronta. Imposible eludir luminosos escaparates y vitrinas del comercio en las calles. Y peor aún, imposible no toparme en cada esquina con los infaltables “viejitos pascueros”, verdaderos espectros humanos, con barbas postizas y todo, más falsos que Judas. Por si fuera poco, cuando he creído liberarme del ambiente navideño, refugiándome en casa, allí están mi nieta y nieto para recordarme con sus caritas que faltan pocos días para los regalos del viejito pascuero... ¡No!... ¡Imposible! Esta última celebración, por más que lo intento, imposible sacármela de encima.
Y si en un artículo anterior di las razones porque mega eventos solidarios como la Teletón me fastidiaban, con mayor motivo también las festividades navideñas no tendrían porque seguir en un carril distinto a dicho juicio anterior; en uno y otro caso, las razones sobran para que cualquier mortal pueda sentirse fastidiado.
Y si ya dije todo lo que tenía que decir sobre la Teletón ¿Qué más podría decir y agregar ahora sobre las festividades de la Navidad? ¿Quién verdaderamente se acuerda esa noche del nacimiento del niño Dios? ¿Tiene sentido celebrar dicho nacimiento cuando en lo que fue su cuna árabes y judíos siguen matándose sin compasión? ¿Tiene sentido adornar el portalito de Belén con lindas figuras de plástico, mientras el mayor criminal del Universo, ordena matar todos los días a miles de niños, mujeres, ancianos y civiles desvalidos en Irak y Afganistán? ¿Y los miles de muertos por el Sida y el hambre en Africa y en otras partes del mundo? ¿Y la violencia en Colombia y demás lugares? ¿ Y los millones que sobreviven con trabajos marginales y precarios? ¿Y qué decir para los millones de cesantes en el mundo? ¿Qué estamos celebrando en realidad? ¿Es que acaso se puede seguir hablando de noches buenas y noches de paz, cuando dos tercios de la humanidad viven a medio morir saltando y parecen desconocer el significado de tan vacua y ajada palabra?
Debo confesarlo, por años ninguna experiencia negativa aparecía asociada a mi recuerdo de la Navidad, más bien me sucedía todo lo contrario. Antaño eran recuerdos del inicio de vacaciones, de días festivos y de la recepción de regalos. Pensaba, de niño, ingenuamente, que todos mis semejantes eran poco menos que mis hermanos. Me regocijaba ver a los grandotes asaz de felices disfrutando de vapores etílicos y fastuosas comidas, muchas de ellas terminadas en bacanales. Sin embargo, ahora con mayor edad siento una sensación distinta; no puedo dejar de sentir cierta hostilidad hacia todo lo que signifique campanitas, pesebres y regalos. Para que hablar de mi incontenible deseo de poner a Papá Noel frente a un pelotón de fusilamiento. ¿Qué me estará pasando?
Contemplar el espectáculo navideño en las fauces de una gran superficie es un ejercicio inquietante, generador de una melancólica desazón al pensar si todos los que allí estamos no tenemos nada mejor que hacer en la vida. Lo peor es que, probablemente, todo el mundo piensa lo mismo, pero las circunstancias nos empujan inexorablemente a la vorágine consumista. A este último respecto, dice el refrán popular: “a río revuelto ganancia de pescador”. Mientras el mundo está confuso el mercado y el consumismo hacen su gran negocio. La gente parece no saber, o no quiere saber, que los más contentos con las navidades no son los niños, sino los comerciantes celebrando sus pingues negocios. ¿Tienen que seguir siendo los ciudadanos de a pie los que laven sus conciencias cada Nochebuena echando mano al bolsillo?
Ahora, los mercaderes que rigen en la sombra los destinos de la sociedad no han encontrado nada mejor que, como se vende más en Navidad, una buena solución es empezar a publicitar esta fiesta, no muy encima de la fecha, sino que mucho antes, así engordan las cuentas bancarias de empresas y comerciantes. A comprar, a comprar es la consigna, desde una bombilla para colgar en el arbolito hasta una bicicleta para los niños más grandes, o el perfume más caro para la esposa o la corbata y la camisa para el marido bueno y galante. No importa si durante el año se gorrean o viven en un infierno agarrándose día a día a insultos y poco menos que a puñetazos. El día de navidad hay que parar el mal vivir y dejarse de violencia. La explotación del prójimo y el egoísmo deben de olvidarse a lo menos por algunas horas. Vivir una hipocresía que nos resulte, por lo menos, algunas horas tolerantes. Todos tenemos que ser ese día buenos y galantes. Y como ese día somos buenos y estamos felices nos creemos los Reyes Magos buscando a alguien a quien regarle algo: ahí están los niños, la familia, los amigos y los pegotes que nunca faltan.
Cada vez más me fastidia aquella sofisticada y generalizada tradición del regalo. ¿Cómo explicar que dos personas/familiares/amigos se devaneen los sesos pensando qué regalarse mutuamente, y haciéndose todo un nudo por lo que debiendo ser un simple detalle se convierta en toda una obligación? Todo sea para mayor gloria del capitalismo, más aún cuando ahora se encuentra más globalizado que antes.
Pero, la guinda de la torta, la gota que colma el vaso de la paciencia de seres voluntariamente antisociales como el que escribe esta nota, es el tener que soportar una invasión de sonrisas forzadas, saludos vacíos y deseos mutuos de paz, con palmoteos en la espalda. Exijo en estas navidades mi derecho a que no se me felicite ni se me golpee la espalda, bajo la amenaza de soltar un discurso irreverente que haría saltar de su trono hasta el mismo Papa. Denunciar, por ejemplo, que todo lo que nos dice la Biblia es una gran mentira, amén de otras falacias históricas que se han levantado en torno a esta fecha, como que Jesús no nació el día 25, ni siquiera en el mes de Diciembre. Y que nadie me podrá negar que en Belén nunca nevaba.
Por lo menos, ahora ya jubilado, me queda el consuelo de que he quedado libre de aquella simpar hipocresía navideña: tener que soportar esos vomitivo cocktails en la oficina, sin que se sepa muy bien a qué obedecen, a menos que sea para glorificar a los jefes y aumentar la genuflexión de los subalternos.
Y para terminar. ¿Qué quieren que les diga?..., cada vez más me fastidian las navidades, es la misma historia de siempre. Atiborrados de comercio, mucho consumo y olvidados por algunos días que los excesos se pagan. Por eso, si mucha gente olvida el verdadero espíritu navideño, gracias al cual existe la fiesta, como es el nacimiento de Jesucristo, quiero recordarles que después de pasados los fastos, tendrán que volver a la realidad, la primera de ellas, es el de cómo pagar las incontables cuotas de su tarjeta de crédito… Los excesos, al final, terminan por pasar la cuenta.
El mercado y el consumismo no dan tregua ni descanso; dondequiera que estemos nos persiguen hasta el cansancio. Al llegar a nuestros hogares y prender la tele, la publicidad nos atiborra con imágenes para incitarnos a comprar tal o cual producto. Cuando salimos a la calle una diversidad de ofertones están al alcance de nuestras manos, haciéndonos guiños desde las iluminadas vitrinas de las casas comerciales. Entrar y comprar es la consigna que se encuentra muy pegada a nuestra piel, para eso están las tarjetas de crédito que todo lo aguantan. Para saciar nuestras necesidades de consumismo al comercio los motivos no les faltan, y si no los hubiera, los inventan. Ahí están como ejemplos, los días de la madre, el de los enamorados, el del niño, el de la secretaria, y todos aquellos días que hagan falta. Consumir y comprar parece ser el infierno-purgatorio a que estamos condenados a vivir aquí en la tierra. No hay por donde escabullirse, no hay modo de escaparse de ello, aún pese, a los esfuerzos que desde diversos frentes y muy pequeños espacios mostramos lo que somos resistentes y estoicos a toda la parafernalia consumista sumamente globalizada.
Ahora bien, en este contexto quiero hacer presente, que apenas finalizada la parafernalia publicitaria -que acabamos de vivir en Chile-, del mega evento llamado Teletón, (incitándonos, en nombre de la solidaridad, a comprar determinada marca de yogurt o determinado desodorante tal o cual), detracito, como pisándole los talones, inmediatamente ha empezado a aparecer la otra publicidad, aquella que nos incita a comprar en estos días un cuanto hay de regalos, ahora bajo el expediente de las festividades navideñas.
A estas alturas, debo confesar que, al igual que la Teletón, las festividades navideñas también me están empezando a fastidiar, por el entorno falso que se ha creado en torno a ella. Ya no sólo por el aprovechamiento que hacen de estos fastos los mercachifles de siempre, sino y sobretodo, porque es la propia historia cristiana y de Jesucristo lo que ha resultado ser una retahíla de invenciones, y lo poco o nada que hay de cierto en su historia, eso también se ha falseado por la mismísima Iglesia Católica, a través de su jerarquía retrógrada, conservadora y antidemocrática, atrincherada tras las gruesas paredes del edificio Vaticano.
A este propósito, en un reciente artículo, Marcelo Colussi muy bien señala que después de transcurridos dos milenios, la figura de aquel bárbaro predicador que, según se nos cuenta, osaba enfrentarse a los ricos de su momento –independientemente que haya existido o no–, su figura y mensaje son del todo discutibles o, a lo menos, despiertan dudas y suspicacias a aquellos que no nos tragamos todos los cuentos que los poderes nos quieren hacer pasar colados. Y no podía ser de otro modo, porque resulta poco terrenal y poco inteligente que a estas alturas todavía se nos intente hacer creer en la infabilidad de los Papas a través de lo que nos dictaminan sus soporíferas encíclicas. Es así como la Santa Iglesia Católica, ese poder enorme que es institución base del mundo Occidental, con sede en Roma, ha logrado hacernos tragar una historia de un Cristo Rey –bendiciendo ejércitos y empresas privadas, avalando invasiones, matanzas e injusticias–. Otras posiciones, que por cierto también se dicen cristianas, y que mantienen una relación de tirantez con el Vaticano, proponen otra lectura de los hechos. Estas posiciones hablan de un Jesús de los pobres. Al lado de la pompa y la fastuosidad monumental de la jerarquía, de un Papa que viste ropas de oro y piedras preciosas, al lado de la Iglesia que ayudó a masacrar a la población amerindia, hay también una Teología de la Liberación que habla de revolución socialista. Lo curioso es que ambos se dicen cristianos. ¿Cristo Rey o Jesús de los pobres?
¿Qué habrá dicho o pensado de verdad Jesús de Nazareth en su momento? Esta pregunta es del todo pertinente si consideramos que Jesús no dejó nada de sus supuestas enseñanzas por escrito. Sabemos que cuando se le endiosó, en aquel lejano Concilio de Nicea hace 1.700 años, toda su supuesta enseñanza quedó sumida en una gran nebulosa y en el más profundo de los misterios. No sin dejo de razón, para los que somos más incrédulos, la misma figura de Cristo nos resulta una pura invención (su figura e imagen, no el hombre Jesús, el de carne y hueso). Por supuesto, que dejando todas estas cosas en la nebulosa, ha resultado muy fácil, para el inmenso poder que tiene la iglesia católica en el mundo, hacernos creer y tragarnos a pie juntillas sus fabulosas mentiras y sus no menores fantasiosos cuentos. Es por eso que aún, en nuestros posmodernos días, existe el infundado temor en los creyentes, que nadie puede meterse en las intrincadas y complejas hermenéuticas teológicas, so pena de incurrir en un desacato a la infabilidad de los Papas como de la misma Iglesia Católica. Es en este contexto que, por siglos, nadie se ha atrevido a discutir la endiosada infabilidad papal, salvo honrosas excepciones (Nietzsche, Marx, Bauer, etc.), no porque las razones falten, sino más bien porque resulta más cómodo callarse, no haciéndolo.
Lo cierto -prosigue el mismo Marcelo Colussi-, es que hoy por hoy, a más de dos milenios de la celebración del nacimiento de Jesús, en un humilde establo de la aldea de Nazareth, surgen preguntas desconcertantes. Si es cierto que ese hombre de carne y hueso, enfrentándose a la monstruosa maquinaria político-militar del gran imperio romano, predicó el amor incondicional al prójimo, la solidaridad y el rechazo a la ostentación, ¿cómo es posible que en su nombre se siga manteniendo una institución que sistemáticamente se alineó al lado de los grandes poderes económicos? Y más desconcertante aún, si el 24 de diciembre se evoca su nacimiento: ¿por qué esa fecha pasó a estar cada vez más representada por ese mefistofélico personaje europeo, viejo ridículo, blanco y varonil, de lengua barba, en cuyo nombre hay que hacer regalos y consumir? (Santa Klaus, Papá Noel, Viejito pascuero, o como quiera llamársele). ¿Cómo es que, evocando el nacimiento de quien predicó la humildad, su cumpleaños lo festejamos con unas bacanales donde se gasta buena parte del dinero que se acumuló durante todo el año? ¿Por qué este personaje de raigambre nórdica llevado al paroxismo por la cultura consumista que nos fue imponiendo el capitalismo depredador de estos dos últimos siglos, reemplazó al predicador de Galilea? Resulta muy fácil responderse a estos cuestionamientos, para ello basta hacer una encuesta entre los creyentes preguntándoles cual es la verdadera imagen que se nos queda de las festividades navideñas, (sobre todo, a los niños), Jesús de Nazareth o e aquel ridículo viejo nórdico europeo que llamamos viejito pascuero o Papá Noel. Sin duda, si hacemos la investigación, el viejito pascuero le gana por paliza a Jesús de Nazareh, supuestamente cuyo nuevo cumpleaños estamos conmemorando. ¿Quién y cuando introdujo a este ridículo viejo mefistofélico de Papá Noel, un verdadero intruso en la conmemoración de un natalicio cuyos matrices espirituales se han desvirtuado en extremo?. Responder a esto necesitaría demasiadas páginas por lo que tocante a este punto hasta aquí no más llegaré, lo que no quiere decir que el debate se encuentre cerrado.
Hechas estas digresiones, retomo el hilo central de mi nota. Afortunadamente, de la Teletón he podido escaparme, pues en los últimos años, en la hora exacta cuando empiezan las “27 horas de amor”, apago el televisor y punto. De la Navidad no puedo decir lo mismo. Ni apagando el televisor he podido escaparme de su impronta. Imposible eludir luminosos escaparates y vitrinas del comercio en las calles. Y peor aún, imposible no toparme en cada esquina con los infaltables “viejitos pascueros”, verdaderos espectros humanos, con barbas postizas y todo, más falsos que Judas. Por si fuera poco, cuando he creído liberarme del ambiente navideño, refugiándome en casa, allí están mi nieta y nieto para recordarme con sus caritas que faltan pocos días para los regalos del viejito pascuero... ¡No!... ¡Imposible! Esta última celebración, por más que lo intento, imposible sacármela de encima.
Y si en un artículo anterior di las razones porque mega eventos solidarios como la Teletón me fastidiaban, con mayor motivo también las festividades navideñas no tendrían porque seguir en un carril distinto a dicho juicio anterior; en uno y otro caso, las razones sobran para que cualquier mortal pueda sentirse fastidiado.
Y si ya dije todo lo que tenía que decir sobre la Teletón ¿Qué más podría decir y agregar ahora sobre las festividades de la Navidad? ¿Quién verdaderamente se acuerda esa noche del nacimiento del niño Dios? ¿Tiene sentido celebrar dicho nacimiento cuando en lo que fue su cuna árabes y judíos siguen matándose sin compasión? ¿Tiene sentido adornar el portalito de Belén con lindas figuras de plástico, mientras el mayor criminal del Universo, ordena matar todos los días a miles de niños, mujeres, ancianos y civiles desvalidos en Irak y Afganistán? ¿Y los miles de muertos por el Sida y el hambre en Africa y en otras partes del mundo? ¿Y la violencia en Colombia y demás lugares? ¿ Y los millones que sobreviven con trabajos marginales y precarios? ¿Y qué decir para los millones de cesantes en el mundo? ¿Qué estamos celebrando en realidad? ¿Es que acaso se puede seguir hablando de noches buenas y noches de paz, cuando dos tercios de la humanidad viven a medio morir saltando y parecen desconocer el significado de tan vacua y ajada palabra?
Debo confesarlo, por años ninguna experiencia negativa aparecía asociada a mi recuerdo de la Navidad, más bien me sucedía todo lo contrario. Antaño eran recuerdos del inicio de vacaciones, de días festivos y de la recepción de regalos. Pensaba, de niño, ingenuamente, que todos mis semejantes eran poco menos que mis hermanos. Me regocijaba ver a los grandotes asaz de felices disfrutando de vapores etílicos y fastuosas comidas, muchas de ellas terminadas en bacanales. Sin embargo, ahora con mayor edad siento una sensación distinta; no puedo dejar de sentir cierta hostilidad hacia todo lo que signifique campanitas, pesebres y regalos. Para que hablar de mi incontenible deseo de poner a Papá Noel frente a un pelotón de fusilamiento. ¿Qué me estará pasando?
Contemplar el espectáculo navideño en las fauces de una gran superficie es un ejercicio inquietante, generador de una melancólica desazón al pensar si todos los que allí estamos no tenemos nada mejor que hacer en la vida. Lo peor es que, probablemente, todo el mundo piensa lo mismo, pero las circunstancias nos empujan inexorablemente a la vorágine consumista. A este último respecto, dice el refrán popular: “a río revuelto ganancia de pescador”. Mientras el mundo está confuso el mercado y el consumismo hacen su gran negocio. La gente parece no saber, o no quiere saber, que los más contentos con las navidades no son los niños, sino los comerciantes celebrando sus pingues negocios. ¿Tienen que seguir siendo los ciudadanos de a pie los que laven sus conciencias cada Nochebuena echando mano al bolsillo?
Ahora, los mercaderes que rigen en la sombra los destinos de la sociedad no han encontrado nada mejor que, como se vende más en Navidad, una buena solución es empezar a publicitar esta fiesta, no muy encima de la fecha, sino que mucho antes, así engordan las cuentas bancarias de empresas y comerciantes. A comprar, a comprar es la consigna, desde una bombilla para colgar en el arbolito hasta una bicicleta para los niños más grandes, o el perfume más caro para la esposa o la corbata y la camisa para el marido bueno y galante. No importa si durante el año se gorrean o viven en un infierno agarrándose día a día a insultos y poco menos que a puñetazos. El día de navidad hay que parar el mal vivir y dejarse de violencia. La explotación del prójimo y el egoísmo deben de olvidarse a lo menos por algunas horas. Vivir una hipocresía que nos resulte, por lo menos, algunas horas tolerantes. Todos tenemos que ser ese día buenos y galantes. Y como ese día somos buenos y estamos felices nos creemos los Reyes Magos buscando a alguien a quien regarle algo: ahí están los niños, la familia, los amigos y los pegotes que nunca faltan.
Cada vez más me fastidia aquella sofisticada y generalizada tradición del regalo. ¿Cómo explicar que dos personas/familiares/amigos se devaneen los sesos pensando qué regalarse mutuamente, y haciéndose todo un nudo por lo que debiendo ser un simple detalle se convierta en toda una obligación? Todo sea para mayor gloria del capitalismo, más aún cuando ahora se encuentra más globalizado que antes.
Pero, la guinda de la torta, la gota que colma el vaso de la paciencia de seres voluntariamente antisociales como el que escribe esta nota, es el tener que soportar una invasión de sonrisas forzadas, saludos vacíos y deseos mutuos de paz, con palmoteos en la espalda. Exijo en estas navidades mi derecho a que no se me felicite ni se me golpee la espalda, bajo la amenaza de soltar un discurso irreverente que haría saltar de su trono hasta el mismo Papa. Denunciar, por ejemplo, que todo lo que nos dice la Biblia es una gran mentira, amén de otras falacias históricas que se han levantado en torno a esta fecha, como que Jesús no nació el día 25, ni siquiera en el mes de Diciembre. Y que nadie me podrá negar que en Belén nunca nevaba.
Por lo menos, ahora ya jubilado, me queda el consuelo de que he quedado libre de aquella simpar hipocresía navideña: tener que soportar esos vomitivo cocktails en la oficina, sin que se sepa muy bien a qué obedecen, a menos que sea para glorificar a los jefes y aumentar la genuflexión de los subalternos.
Y para terminar. ¿Qué quieren que les diga?..., cada vez más me fastidian las navidades, es la misma historia de siempre. Atiborrados de comercio, mucho consumo y olvidados por algunos días que los excesos se pagan. Por eso, si mucha gente olvida el verdadero espíritu navideño, gracias al cual existe la fiesta, como es el nacimiento de Jesucristo, quiero recordarles que después de pasados los fastos, tendrán que volver a la realidad, la primera de ellas, es el de cómo pagar las incontables cuotas de su tarjeta de crédito… Los excesos, al final, terminan por pasar la cuenta.